Cuentos llenos de poesía, ingenio y humor. Porque al contrario de la imagen que algunos intentando hacerle mal, y otros, por hacerle el bien, le han construido, Marx, o el Moro (Mohr), que es como le llamaban graciosamente en su entorno familiar, era un tipo de lo más divertido, que siempre supo combinar el compromiso social y el rigor teórico con grandes dosis de humor e ironía. ¡Por algo era un lector apasionado de El Quijote!
Karl Marx es justamente conocido por ser el autor de El Capital, además de por ser uno de los fundadores del movimiento internacional de los trabajadores. La crisis sin precedentes en la que ha desembocado el sistema capitalista hace cada vez más ridículos los fuegos artificiales con los que algunos intentaron enterrar su obra demasiado prematuramente. El siglo XXI está conociendo una recuperación cada vez más visible del marxismo. ¿Pero qué habría pensado él, que una vez dijo Je ne suis pas marxiste!, o sea, ¡Yo no soy marxista!? Porque en una ocasión Marx dijo esto a un amigo. Y no porque fuera un grouchomarxista avant la lettre, por aquello de no querer apuntarse a los clubs que lo admitieran como socio, sino porque Marx era cualquier cosa menos sectario. Siempre mantuvo el sentido crítico alerta, con tirios y troyanos, pero también consigo mismo. No es que estuviera criticándose cada dos por tres, o que no aceptara los principios que él mismo había escrito, sino que consideraba una obligación intelectual hacerse cargo de las cosas por uno mismo. Nada de obediencia ciega, brazos de madera y disciplina de partido. En este sentido, Marx nunca fue marxista. La única obediencia que Marx consideraba que los trabajadores debían seguir era la obediencia a sí mismos. Por eso se ocupó de que este artículo apareciera al principio de los Estatutos de la Asociación Internacional de los Trabajadores que él mismo contribuyó a fundar. Decía así: la emancipación de la clase obra debe ser obra de los obreros mismos.
Y nadie mejor para contárnoslo que Eleanor Marx-Aveling, una de las hijas de Marx, que dejo escritas las siguientes palabras:
Por mi parte, de los muchos cuentos maravillosos que Mohr me contó, el más delicioso era «Hans Röckle». Duró meses y meses; era toda una serie de cuentos. ¡Lástima que nadie pudo escribir aquellos cuentos tan llenos de poesía, de ingenio, de humor! Hans Röckle era un mago al estilo de Hoffmann, que tenía una tienda de juguetes y que siempre estaba «a la cuarta pregunta».
Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas -hombres y mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, trabajadores y señores, animales y pájaros tan numerosos como los del Arca de Noé, mesas y sillas, carruajes, cajas de todas especies y tamaños.
Y, aunque era un mago, Hans no podía cumplir nunca con sus obligaciones ni con el diablo ni con el carnicero y por eso -muy en contra de su voluntad- se veía obligado siempre a vender sus juguetes al diablo. Éstos atravesaban entonces por maravillosas aventuras -que terminaban siempre en el regreso a la tienda de Hans Röckle. Algunas de estas aventuras eran tan tristes y terribles como cualquiera de las de Hoffmann; algunas eran cómicas; todas narradas con inagotable inspiración, ingenio y humor.